viernes, noviembre 27, 2009

Una noche, una terraza y un magnetófono

Esto que voy a reproducir aquí es un trocito de la novela "Nubosidad variable" de Carmen Martín Gaite. Todavía no la he terminado de leer pero cada vez que la cojo sus palabras consiguen raspar hasta lo más hondo de mí, y, sin tener tiempo a reaccionar, me encuentro con la condición humana en todo su esplendor. Por eso les quiero mostrar un poquito de eso mismo, para que lo disfruten y lo saboreen despacio.

Apunte usted sus sueños.
-Claro, se dice pronto -como me contestó un día una viuda ya no demasiado joven, atormentada por la urgencia de sus frecuentes deseos sexuales y la necesidad de prohibírselos-, o son sueños y se toman como son, o se apuntan, y entonces ya no son sueños. Además yo bastante tengo con ejercer por el día de viuda, en vez de cantar a voz en cuello cuando me apetece, y por la noche no poder tirarme a la calle a buscar un tío, porque no me han educado para eso, y luego el miedo a cogerte lo que no tienes, y qué dirán los hijos, que quieras o no se acaban siempre por enterar. Pero en mis sueños, pues es eso lo que sale, qué otra cosa va a salir. Que me caso vestida de blanco y que hago recados y visitas y comidas y maletas y que voy al cine siempre con el mismo señor, con eso nunca sueño, porque es una pesadez, y otros veintitantos años aguantando mecha no los querría ni loca, pero un poco de juerga sí. Son cosas que no se pueden decir y por eso acaba una mal de los nervios, pero yo a Luis lo echo de menos sólo por las noches, lo de la cama, sí, lo de la cama me encanta.

Se llamaba Almudena, de condición social inferior a la de su marido. Lo tengo en una cinta que resumí a máquina en Puerto Real, trabajo atrasado, y ayer estuve leyendo la ficha, cuánto trabajo atrasado se amontona, y total para qué. Almudena Sánchez viuda de Portillo. Vino muchas veces y su discurso era liberador, adulterado y exuberante, me dejaba como de palo y, desde luego, sin argumentos.
-Se lo cuento -me dijo un día- para que usted lo escriba, porque así no lo desperdicio y un poco para desahogarme, por eso hablo con usted, que no se escandaliza de nada, como es natural, y me resulta cómodo. Pero no para que me cure, eso ni por las entretelas del cerebro se me pasa, porque la vida, doctora, no tiene cura.

No, no la tiene. Anoche precisamente lo pensaba yo, porque estuve oyendo la cinta que me grabó Manolo Reina con su voz, una voz que me sigue poniendo los pelos de punta, y me acordé de Almudena, que, por cierto, es una paciente antigua que ya no ha vuelto, de cuando decía que lo más difícil para ciertas mujeres es resignarse a no adornar una pasión, simplemente sufrirla o disfrutarla, pero comérsela en crudo sin más aderezos.
-Debe ser -me dijo- porque como nos dan de pequeñas tantas recetas de guisos y leemos tantas revistas que tratan del adorno, pues anda, adorno y guiso para justificar aquello de "hasta que la muerte nos separe", que además es mentira, porque luego la muerte nos separa y como si nada, ya ve usted lo que me está pasando a mí.

Era graciosísima aquella Almudena, parecía una actriz de cine italiano, y lista como un rayo, de las que te ven pensar. Y anoche, cuando estaba oyendo la voz de Manolo en la terraza y mirando las estrellas, se me cruzó su imagen sin saber por qué: me pareció volverla a ver mirándome con aquella especie de cachondeo:
-¿Y a usted qué le pasa? ¿Es de corcho? Porque los de su oficio nunca sueltan prenda. Sería mejor que también usted me contara algo.
Fue cuando de repente me puse a hablar con ella. Al principio me estaba dirigiendo a Manolo. Le había dado al stop del radio-casette para interrumpir su discurso en un momento álgido: empezaba imitando el ronroneo de un gato -que lo hace muy bien, sobre todo al oído-, y luego se oía el mar, "son efectos especiales, Mariana", y ya cambiando el tono seguía repitiendo mi nombre muchas veces, despacito, como si respirara, y tras una pausa, sobre el fondo de olas rompiendo, de nuevo su voz: "Te necesito ahora mismo, ¿te enteras?, a-ho-ra a-ho-ra a-ho-ra, me acuerdo de ti furiosamente, oyes el mar, ¿verdad?" Y metí una cinta virgen para contestar a eso casi a tres años de distancia, porque la voz es lo que tiene, que te puede emborrachar aunque esté embotellada, hacerte perder la brújula, y fue lo que me pasó, que me sentí como extraviada en un laberinto que anulaba el tiempo y desenfocaba la perspectiva, debió influir el rumor de las olas allá abajo en la playa, tan igual a sí mismo, tan eterno. Me temblaban los dedos al poner la cinta nueva, de pura prisa por aprovechar aquella coincidencia de ritmos, por adecuar mi vértigo al suyo. "Oigo el mar, sí, lo oigo, qué voz tienes, por favor, dime más, pero escúchame también, a-ho-ra a-ho-ra a-ho-ra, yo también te necesito precisamente ahora, ¿te gusta que te lo diga...?" Y de pronto, sin transición, se me quebró el susurro y pensé: pero bueno, si él ya tiene otra novia, otra vida, si nos separan miles de millas, ¿de qué le estoy hablando y a quién?, es engaño de los sentidos, por no coincidir, ni la hora coincide, porque en Nueva York será media tarde y ni siquiera puede estar mirando estas mismas estrellas que yo miro, y se me empezaron a caer las lágrimas por la cara, se abrá ido al cine con su chica, una yuppie de treinta años, ¿cómo será?, nunca me ha mandado fotos, dominante seguro la tal Sheila, no le debe dejar ni respirar, las cinco de la tarde en Manhattan, viven en el East Side, puede que esté tumbado en su apartamento esperando a que ella vuelva de la galería de arte, o tal vez tengan perro y lo haya sacado de paseo, o esté eligiendo latas de conserva en en un supermercado, qué más da, ¿a qué soñarlo como receptor de este mensaje intempestivo?, le sonaría a chino.

Y ahí es donde se me cruzó el recuerdo de Almudena, que tantas veces se había quejado de que los psiquiatras no contamos nada, y cambié de interlocutor sin más ni más. Todo eso del perro y del supermercado y de la novia neoyorquina absorbente ya se lo estaba contando a Almudena, presa de un ataque de celos extravagante, pero tan intenso que no dejaba de llorar y tuve que echar mano de un kleenex. "Para que veas, guapa, que los psiquiatras no somos de corcho", concluí, extrañada yo misma de la obsesión que me ha entrado estos días con Manolo Reina, mucho más que cuando lo tenía disponible y se refería con toda convicción a un futuro en el que compartiríamos sueños, lecturas y viajes, que entonces hasta me empachaba un poco, sí, cuando yo le recitaba aquello de "se canta lo que se pierde". Pero, en el fondo, sus proyectos de futuro me inyectaban futuro, y por eso me podía permitir el lujo de rechazarlos, porque me convertían en alguien que tiene unos cimientos sólidos y la vida por delante. La vida aquel verano [...], era un camino largo lleno de encrucijadas donde aún iban a aparecer muchas posadas para hacer noche, y también cabía pasar la noche al raso, que así duerme la liebre en el erial, podía escaparme, si lo elegía, y transformarme en liebre solitaria y arisca, mandar yo en mi destino. Lo que no aguanto es la idea de sentirme mandada retirar, ahí está el quid de la cuestión, el amor para mí es un pretexto, me da pie para jugar a todo o nada, para desafiar el riesgo de perder sin dejar de llevar las riendas, retirarme yo de la mesa cuando lo decido, no cuando me retiran. Lo hombres, Almudena, siempre han sido un pretexto para mí. ¿Me ves llorando ahora?, pues hace dos semanas lloraba igual por otro, y me parecía que aquello era el fin del mundo, pero sobre todo por eso, porque se me hundió el mundo al sentirme mandada retirar, que qué razón tuvo él al decirme que estaba de psiquiatra.

Y por ahí ya salió a relucir la historia de Raimundo con menciones a Silvia, y hasta la de Gillermo, [...]pero se me fue desinflando el impulso creativo y al final mi parlamento volvió a los carriles teóricos, como una conferencia impecablemente preparada, donde los nombres propios eran meras citas a pie de página. Echaba mano de ellos para ir orientando el rumbo de mi discurso hacia un final no feliz. Como un niño avieso que se goza en sacarle las tripas a todos sus juguetes, así iba yo haciendo la autopsia del éxtasis amoroso, cada vez más doctora-León ante la distante Almudena, haciendo gala de mi lucidez pero consciente de que obedecía a un resorte defensivo, de que todas mis teorías sobre el amor pretenden ser vacuna contra el veneno incubado en ese agujero negro que excava impenitente la soledad.

¿Y qué le decía, a fin de cuentas? ¿Qué había sacado en consecuencia de mis experiencias eróticas? Pues, en resumen, eso: que no nos podemos meter en la piel de nadie por mucho que nos parezca haberlo logrado mediante un espejismo momentáneo de fusión, eso es lo que creía ver claro acurrucada en la terraza con mi pijama de seda y hablándole bajito al magnetófono, aunque en un tono opaco, bien distinto del que me provocó el espejismo de fusión con Manolo. Que el amor es aventura sin designio, según reza el credo de los agnósticos, una creencia fría, nítida y azulada como la luz de luna sobre las olas agonizantes, que no hay fusión que valga, desengáñate, Almudena, que cada ser es radicalmente distinto de otro cualquiera, aunque a veces estallemos al mismo tiempo, como las olas que se persiguen y coinciden un instante en su cumbre de espuma, sí, exactamente igual que las olas, repetía tristemente acunada por su rumor apagado y uniforme allá abajo en la playa, gozar, deshacerse y dejar paso a las que vienen detrás, y así una vez y otra. Somos seres discontinuos, qué le vamos a hacer. Pero se aguanta mal. Por eso nos agarramos como a un clavo ardiendo al encuentro amoroso, por nostalgia de la continuidad perdida, ya lo dice Bataille, porque nos resistimos a morir encerrados en nuestra individualidad caduca. La plétora sexual es un sucedáneo que trata de remediar el aislamiento del ser, pero sólo lo proyecta fuera de sí. Y aunque, en el mejor de los casos, pueda coincidir con la proyección fuera de sí desencadenada en otro, siempre se tratará de dos individuos que, si comparten algo, es un estado de crisis. La crisis más intensa que se pueda imaginar, pero al mismo tiempo la más insignificante. Lo mismo que las olas, perseguirse, gozar y luego deshacerse por separado.

3 comentarios:

Tomica_naranja dijo...

me ha gustado mucho, algo melancólico, la verdad.

Me alegro que hayas vuelto a escribir despues de tanto tiempo.

Abi dijo...

Me ha encantado, has tenido muy buen gusto al elegir este texto. Si el resto del libro es igual, creo que me lo leeré :)
Ojalá yo pudiese escribir así... Me da la impresión de que muchos pensamientos se me quedan "atrapados" porque no se transmitirlos correctamente.

Manu AMS dijo...

Qué decirte de este texto. Profundo, sin duda. Pero pienso que es demasiado desengañado, probablemente porque sea "demasiado" real. Como tú mismo has dicho, es la "pura condición humana en todo su esplendor".

Pero esto son cosas que tenemos que descubrir con el tiempo.

Es mejor no adelantarse :D