domingo, enero 10, 2010

He visto llegar aires de tormenta

Ya no queda savia que compartir.

El emocionante, fanático hervor que surgía en mí para alinear letras y formar palabras que vibrasen al ser leídas y que gritasen a las mismas entrañas del lector,
poco a poco desaparece entre papeleo pseudo-oficial.

Redacción objetiva es lo que tengo, lo que hay y habrá, y el color intenso de las palabras de amor se apaga, se vuelve gris tóner y se envía con sello pertinente a ningún sitio.

A veces, en mi cubículo, me recuesto en la silla y miro al vacío, frente a mí, donde los montones de folios y el pentium 4, al vacío, y veo aires de tormenta,

y veo campos de trigo danzante y un anochecer prematuro de nubes oscuras,

y una luz blanca que cede y cede,

y un viento ágil y atemperado, que me acaricia el rostro.

Y me embarga, allí, en mi cubículo, en los campos de trigo, una desazón resignada y hasta melancólica que corroe los miembros de mi cuerpo y nubla mi mente,

sin poder yo zafarme ni levantarme,

sin poder ya jamás convencerme,

de que esto merece la pena,

de que no he visto llegar al fin del mundo

para acariciarme,

con su viento ágil y atemperado,

el rostro.

jueves, enero 07, 2010

Empezar a pensar desde la vida

La homeostasis es el principio por el cual se rige el funcionamiento de un ser vivo. Es decir, la razón de cómo un ser vivo vive. Pero empecemos desde más atrás, desde lo que significa eso de ser una cosa viva. Siempre, desde que nos levantamos hasta que nos volvemos a levantar al día siguiente somos un puñado de células. Imagínense charlando con alguien, conduciendo, jugando al fútbol, leyendo, de fiesta en Nochevieja… en todos esos supuestos ustedes se mueven porque un montón de fibras de actina se unen a otras tantas de miosina en cada músculo que usan; hablan porque al comprimirse los pulmones el aire que pasa por la laringe hace vibrar y producir sonido a las cuerdas vocales, y con ese sonido el cerebro moldea la boca, la faringe y la laringe para convertirlo en las palabras (en los fonemas) que exactamente queremos usar. Y detrás de todo eso ¿qué hay? Pues células, células que se unen de una determinada manera para formar tejidos, los cuales se agrupan de una determinada forma para formar esas estructuras u órganos (pulmones, laringe, músculos) que he mencionado.

Bien, pero ¿Cuál es la razón de que todo funcione, esté en continuo movimiento? ¿Cómo es que no están las células “paradas”, ya que son simplemente moléculas engarzadas, es decir, materia? Pues la razón es química: la osmosis, los juegos de presiones, el pH y la temperatura, por decir algunos, son los responsables de que las moléculas se muevan. Y, siguiendo este razonamiento, llegamos al principio de este artículo: se comprende que estamos hechos de células, y que entre ellas dentro del cuerpo las sustancias se pueden mover, pero, ¿cómo es posible que las sustancias sepan exactamente a dónde tienen que ir? Y lo más importante, ¿cómo es que las concentraciones necesarias de oxígeno, de glucosa, de sodio, la cantidad justa de sangre, etc, se mantengan más o menos estables SIEMPRE, durante un periodo de tiempo de ochenta años por término medio? La respuesta es el primer sustantivo que he escrito arriba: la homeostasis.

Para exponer la idea principal de este artículo primero tengo que explicar un poco en qué consiste la homeostasis. Un buen ejemplo es la respiración celular: cualquier célula del organismo necesita gastar oxígeno para realizar sus tareas correspondientes, hecho lo cual produce CO2 (grosso modo). Si esto es así llegará un momento en que se vean la célula y las de alrededor atestadas de dióxido de carbono y sin una gota de oxígeno. Es la sangre la que llega a cada rincón de nuestro cuerpo (a cada célula arrinconada), le trae el O2 que necesita y se lleva el dióxido de carbono sobrante. En otras palabras, restablece las concentraciones normales de las dos sustancias para que los tejidos sigan realizando su función, esto es, mucho O2 y poco CO2. Eso es la homeostasis, el mantenimiento de las condiciones que hacen viable la vida, nuestra vida.

Podemos afirmar entonces que cada modificación anómala en el cuerpo humano lleva consigo inmediatamente una respuesta que la restablezca (si no se produciría una patología). Todas estas respuestas las da el sistema nervioso autónomo, que es la parte del sistema nervioso que es subconsciente, y que por tanto, no podemos controlar (nosotros no decidimos que nuestro volumen sanguíneo es lo suficientemente bajo como para aumentar la presión arterial, y sin embargo lo hacemos). Por tanto, nuestro sistema nervioso subconsciente lucha porque haya en nuestro organismo unas condiciones esencialmente vitales. En otras palabras, nosotros funcionamos para vivir. Nuestro cometido, subconscientemente, es que haya vida. Como seres vivos que somos la vida busca a la vida. El doctor Arthur Guyton se atrevió a llevar hasta las últimas consecuencias el concepto de homeostasis: “a veces no se considera que la reproducción sea una función homeostática, aunque ayuda a mantener la homeostasis generando nuevos seres que ocuparán el lugar de aquellos que mueren. Esto nos muestra que, en el análisis final, esencialmente todas las estructuras corporales están organizadas de tal forma que ayudan a mantener el automatismo y la continuidad de la vida”. No sé si captan la preciosidad de la frase.

Pues aquí quería yo llegar: si nuestro subconsciente –entendiendo subconsciente como el que acabo de definir, el sistema nervioso autónomo, y no el genuinamente freudiano, que podríamos entender como el sótano de lo consciente, entre este y el autónomo- si nuestro subconsciente, decía, aboga por la vida, cabe reflexionar sobre la otra parte del sistema nervioso, la consciente, la que nos permite esa maravillosa y a la vez peligrosísima libertad que es la elección. Porque nosotros no siempre elegimos la vida, muchas veces nuestros actos hacen desgraciadas a otras personas, les hacemos daño, incluso las matamos. ¿La vida contra la vida? Eso no es lo natural. Alguien podrá argumentar que no vale generalizar “la vida” como la vida de todos, dirá que nuestro organismo defiende y mantiene SU vida individualmente, y que está predispuesto (estamos predispuestos) también a defendernos de agentes externos, ya sean depredadores o microbios, que también son vida. Por lo tanto la vida también funciona para destruir vida. Pero este argumento referido sólo a la raza humana es falaz, porque nosotros, y por tanto nuestro organismo (creo que ya he dejado bastante claro que el “nosotros” lleva intrínseco un significado biológico, además del típico psicológico) no puede vivir si no es en sociedad: “el hombre es un animal social”, decía Aristóteles. Es decir, no es suficiente con que mantengamos sano nuestro medio interno, del que ya se encarga el sistema nervioso autónomo, sino que para vivir las personas necesitan interactuar con otras personas. Esto se entiende científicamente porque nuestro cerebro nos proporciona una inteligencia a la que se tiene que ejercitar, planteándole situaciones con una dificultad igual o aproximada a la que ella es capaz de responder. Y qué mejor para ello que interactuar con cerebros igualmente desarrollados. Por eso se puede decir que para vivir tenemos que mantener constantes nuestras concentraciones normales de sociabilidad. Muchas veces hay un exceso de envidia, de egoísmo, o una escasez de bondad, que impide que el tejido de la sociedad funcione correctamente. Y, claro, esas concentraciones no las regula el autónomo (qué fácil sería) sino que lo hace lo consciente, la razón, nosotros en nuestra libertad.

A donde estoy intentando llegar es a una especie de moral que brota de la naturaleza misma. Estoy intentando llegar a la base de la ética buscándola no en Dios, no en conceptos metafísicos, sino en la vida misma. Tenemos en nuestras narices el hecho tan maravilloso en su perfecta complejidad como rabiosamente real que es la vida, y somos tan imbéciles que por su cotidianidad la pasamos por alto y buscamos respuestas en estrellas, dioses y vagas quimeras.

Nosotros, como lo consciente de nosotros, tenemos una responsabilidad para con nuestra vida, que es el vivir en sociedad, y para conseguir eso es preciso que la amabilidad, la bondad, el amor, aparezcan, se hagan notar, porque si seguimos así, si seguimos con este egoísmo enfermizo que se extiende por todo el mundo civilizado como una asquerosa plaga, acabaremos destruyéndonos.

Somos un puñado de células, somos vida. Empecemos, pues, a pensar desde la vida.