domingo, febrero 28, 2010

¿De verdad que ni puta idea?

Aquí les dejo con la carta de la semana publicada el 24 de agosto de 2008 en el XLSemanal, una carta con ironía, mordacidad y cojones que me dejó con ganas de aplaudir al dueño, un tal A.P. de San Sebastián:

NI PUTA IDEA. Acabo de salir del colegio y me dirijo a la universidad. Soy hijo de la LOGSE, sobrino de la Play, primo de lo apocalípticamente correcto, dueño de mis padres y profesores. Soy el futuro de España –o como se llame para entonces-, aquel que tirará a la basura a sus papás –y mamás, disculpen- y pagará las drogas a sus hijos, el que escribirá “miembra” y “jueza”, el que irá a votar al más guapo –o guapa- cada cuatro años y mandará después una carta de queja al XLSemanal antes de coger un avión al Caribe; el que… Tranquilos, he sido entrenado largo tiempo para esta misión y, con mis conocimientos, la operación triunfo será un éxito. Sé un huevazo del cambio climático, de la ONU y el G-8, del peligroso peligro de las drogas, el sexo y la carretera, de lo superguay y paraguay que es esta democracia y de lo malos que son los otros, de los trastornos parapsicoinfantiloides que tengo, de mis derechos, de cómo escribir y mandar un SMS; de sujeto y predicado y dialectos meridionales y septentrionales, de Innterneté y Pagüerpoint, de lo chachi que es divertirse y de cuánto hay que aborrecer el estudio, las responsabilidades, la honradez, etc. No hay space para more, pero se hacen una idea. No se preocupen, ya me libré del lastre de la cultura y el conocimiento, ya olvidé lo poco que me impartieron. Qué favor me han hecho, Alá mío. Estense tranquilos, sosiego, paz y amor, muak y muak. No se preocupen, que no sé nada. De verdad. Ni puta idea.


Él somos todos nosotros, los que nos hemos criado en la opulenta sociedad que tan bien describe, los hijos de la LOGSE y sobrinos de la Play, y lo que grita esta carta es que a pesar de todo ello, de la demagogia, de lo políticamente correcto, de la educación infame y de la sobreprotección desaforada tanto tecnológica como social, somos gente que puede medrar en esta vida, que puede ser crítica y autosuficiente, que puede distinguir entre la cultura de verdad y las pseudotonterías que suelen enarbolar pseudoprogres pseudointelecuales (obvio mencionar a caducos conservadores por no tener cabida en este discurso ni en ninguno que se refiera al futuro de la sociedad, al menos desde esa postura). Frente a los que creen que en la juventud de ahora no hay más que mamones a remojo en alcohol que solamente sirven para masturbarse (metafórica y literalmente) y para ver Gran Hermano mientras comentan la jugada en el tuenti, tenemos que demostrar que no, que hay gente joven que de verdad se preocupa por lo que nos rodea y tiene curiosidad, y tiene redaños en salirse de la línea establecida por otros y labrarse su propio camino.

Que sepan todos ustedes que la juventud de este país no está perdida: sigue viva y llameante de curiosidad e ilusión.

viernes, febrero 19, 2010

El beso vence a la muerte

Desde la terraza

Ya les he contado, creo, lo mucho que me gusta sentarme en la terraza de un bar, a ver pasar la vida. Las terrazas de los bares son ojeadero clave, atalaya imprescindible a la hora de mirar despacio, sin prisa, intentando desentrañar los porqués de las cosas y de las gentes. Cada cual se lo monta como puede, y algunos de nosotros necesitamos esas treguas de la vida. Así que procuro utilizarlas. Algunas de mis terrazas son apostaderos fijos, lugares conocidos adonde me encamino sin meditarlo siquiera; y otras veces sitios nuevos, de los que me apresuro a tomar gozosa posesión. Entonces abro un libro, pido un café o un jerez, y leo un rato levantando la cabeza entre página y página. Alguien que pasa, un modo de andar, una mirada, un gesto, unos zapatos, una sonrisa, pueden cobrar de pronto significados apasionantes y reclamar su propia historia, real o imaginada, estableciéndose misteriosos lazos entre lo que lees y lo que ocurre ante tus ojos.
En éstas estaba el otro día, en un puerto del sur, recién desembarcado de un mar sin viento que se fundía con el cielo cubierto de nubes. Un mar quieto, denso y gris como el mercurio, con algunas gaviotas planeando sobre los pesqueros abarloados en el muelle. Releía el primer tomo de
El cuarteto de alejandría, de Durell, reflexionando sobre el modo tan curioso en que cambia un libro cuando lo lees de nuevo, diez o quince años después -aunque tal vez quien cambia no sea el libro, sino tú-. Pasaba las páginas de Justine, les decía, cuando enfrente se detuvo una pareja. Eran muy jóvenes, con aspecto de estudiantes. A él le calculé dieciocho o diecinueve años. Ella era sólo un poco más joven, y muy guapa, con tejanos y piernas largas. Parecían discutir, molestos por algo, y cuanto más sonreía él más enfadada parecía ella. De pronto él hizo un gesto para besarla, y ella apartó la cara, alejándose con brusquedad.
La palmaste, compañero, pensé para mis adentros. Pero me equivocaba. Oí cómo el chico la llamaba: Marisa, Isa o algo parecido. Entonces ella se detuvo a los pocos pasos, se volvió, y no sé qué le vería en la cara; pero caminó de nuevo hasta él, y se abrazaron, y empezaron a besarse con tanto apasionamiento como si fueran a comerse los higadillos. Y él retrocedió hasta apoyar la espalda en la pared, y ella lo empujaba sin dejar de besarlo, y se dieron doscientos besos en minuto y medio, o a lo mejor fue sólo un beso desaforado y magnífico que duró minuto y medio, vaya usted a saber. Y dejé al amigo Durell sobre la mesa y me los quedé mirando francamente, sin reparo alguno, fascinado por la maravillosa escena. Y una dama que estaba con su marido en la mesa de al lado , interpretando mal mi mirada, se volvió hacia mí, y comentó "qué poca vergüenza", creyéndome tan escandalizado como ella de los mordiscos que se atizaban los jovencitos. Y entonces solté una carcajada que la dejó, me parece, un poco perpleja; y me estuve riendo así, en voz alta, un poco más todavía, sin poderme aguantar aquella alegría insolente y vital que me sacudía el cuerpo, mirando a los jóvenes que seguían a lo suyo. Me habría levantado en ese momento para ir a darles, a mi vez, un beso a cada uno, de no tener la certeza de que iban a entenderme mal. Así que me quedé sentado, claro, viendo cómo por fin se iban agarrados el uno al otro por la cintura, besándose todavía de vez en cuando. Y les dediqué un largo sorbo de Tío Pepe. A vuestra salud, Isa, Marisa o como te llames, pensé. Porque un día dejaréis de besaros, o besaréis a otros, o ya no os besará nadie, y seréis imbéciles de corazón como aquí, mi vecina la beata Gregoria. O tal vez os rompáis la crisma en una carretera, o se os lleve un cáncer a los cuarenta, o a lo mejor no. Y la vida, que es muy hija de puta, os traerá de aquí para allá, y os dará unas cosas y os quitará otras, y vete tú a saber. Pero lo que nadie podrá quitaros es que esta mañana gris la habéis pintado de calor, y de ternura, y de ganas de comeros el alma el uno al otro. Y ese momento, vive Dios, ha sucedido y ya no os lo podrá arrebatar nadie, nunca. Y cada día, cada hora en que aún podáis besaros así, antes de que llegue cualquiera de los miles de finales que os aguardan, es una victoria arrebatada al azar absurdo de la muerte y de la vida.
Así que anda y que te jodan, vida, me dije. Y aún sonreía cuando abrí de nuevo
Justine y seguí leyendo.

Releí este artículo de Pérez-Reverte anteayer noche, en la cama del hospital, en la víspera de mi operación. Por más claro que yo tenía de lo rutinaria, inocua y sencilla que era la intervención, no pude evitar pensar en mi vida, y también en mi muerte, en todo lo importante que a un ser humano le ocurre. Claro que de haber estado realmente aterrorizado en lugar del Patente de Corso me hubiera llevado las Coplas de Manrique. Pero fue encontrarme con la joya de aquí arriba y empezar a templárseme el alma. Cuando uno está ante esas situaciones que le recuerdan que es finito, tiende a buscar en su vida razones o hechos o situaciones a las cuales agarrarse para ahuyentar el miedo a la muerte, para mirar al abismo y aceptar su inevitabilidad sabiendo que su vida ha merecido la pena. Se intenta, se intenta, y, si bien es verdad que nunca llega a irse del todo el miedo, sí que aparece un estoicismo melancólico que ayuda a camuflar la dimensión a la vez tan enorme y tan insignificante que constituye la muerte. Esos dos novios que un día vio Arturo Pérez-Reverte besarse en cualquier plaza hizo que en el interior del autor explotara una algería inmensa, como él describe: "insolente y vital". Un autor curtido por más de veinte años de guerras, muertes, masacres y barbaridades genuinamente humanas, reduce la belleza de la vida, el sentido de la vida, en esos momentos fugaces que tenemos de felicidad única. No escapando al autoengaño del epicureísmo de cerrar los ojos y vivir todos eternamente en el país de las maravillas, ni tampoco en la más que dudosa esperanza de otra vida que no sea ésta, sino aceptando la maldad y la muerte del hombre como cosa intrínseca en él, y poder mirarlas sin miedo alguno por la serena convicción de que nada podrá arrevatarnos jamás lo poco bello y maravilloso que podemos experimentar en la larga senda que es nuestra vida: unos labios, un libro, unos amigos, una noche...